No era la alineación de la Recopa, pero me la sabía de memoria: Perico Arellano, Juanjo Villaverde, Luis Navarro, Paco Bernad, Zato, Pamplona, Santiago Gonzalo, Ángel Duque. Los cristeros. Los relevos no era legión, no a mitad de los ochenta. Mi hermano Miguel y yo acompañábamos a mi padre con su Cristo de la Piedad la noche del Jueves Santo: lo del traslado del Martes fue un invento de los modernos.
Era habitual que de entre el público se destapase algún espontáneo siempre dispuesto a cantar una saeta al Cristo. Los había buenos, a los que mecían la peana, y también borrachines ante quienes la campana sonaba para huir en estampida por Alfonso o Don Jaime. El caso es que desde las sombras, de entre el público, emergía un hombre. No era tan mayor como aparentaba. El calvo, el Descapotable. Por qué la memoria recuerda su ‘ayayay…’ es un misterio insondable. Por qué uno recuerda el sabor de las bolitas de anís compradas en La Catalina, los claveles robados de la peana para entregarlos al cofrade enfermo en la acera, los brazos cruzados de los cristeros en los descansos, lo largo que parecía el tramo del Mercado Central a ojos de un niño. Hoy el Descapotable ya es leyenda pero suenan las voces de Beatriz Bernad en los arrabales de la catedral cuando el Domingo de Ramos apaga el sol, hoy siguen sonando jotas la noche del Martes Santo ante los picudos capirotes jesuítas, hoy hay quien busca la mirada en el balcón de la calle Sepulcro en busca de la silueta del Pipo. Nuestra Semana Santa son también las voces que grabamos ahí adentro.
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