Todos contamos con un recuerdo de San Cayetano enhebrado a nuestra biografía. Hay quienes se casaron ante su altar, quienes musitaron una oración en momentos de tormenta a su Madre Dolorosa o a Nuestra Señora de la Piedad; quienes han aprovechado la puerta entornada para rendir tributo al Cristo de la Cama; quienes han llamado al timbre de la calle del Olmo para descubrir a sus hijos el que -ojalá durante toda una vida- será su segundo hogar. San Cayetano, nuestro alfa y omega, nuestra geolocalización más potente, el lugar en el que encontrarnos cuando nadie sepa dónde encontrarnos.
Mariano colgó las llaves y San Cayetano va a transmutar en otra cosa. Un buque bien dirigido o un trasatlántico a la deriva donde nuestra presencia incomode. Molestamos, manchamos, abrimos cajones en busca de telares, movemos sillas y bancos; pero de qué sirve un templo cerrado al culto si las cofradías no le insuflan vida. Desde hace más de dos siglos San Cayetano es el refugio de la Hermandad; desde hace casi un siglo, el de algunas de sus hijas. Es nuestra obligación mantener esa puerta abierta, buscar y negociar fórmulas que contenten y nos ofrezcan la garantía de que los tiempos cambian pero nada va a cambiar en nuestro amor por sus muros. Una tarea en la que deben implicarse nuestros máximos representantes: no es una misión que congregue a tantos medios de comunicación prestos a una fotografía, pero fundamental para que las nuevas generaciones cofrades sigan considerando a la Real Capilla como su casa. De San Cayetano -de su inmediato pasado, de su presente, de su futuro- escribo en el número 18 de Redobles.
(Fotografía, de César Catalán // archivo Redobles: el interior del templo en la mañana del Jueves Santo de 2000).
Comentarios
Publicar un comentario